LA POESÍA Y LOS DIOSES - H. P. Lovecraft

Una tarde húmeda y tristona de abril, al final de la Gran Guerra, Marcia se encontraba a solas con sus extraños pensamientos y anhelos; ansias inauditas que se alzaban, desde el espacioso salón estilo siglo veinte, hacia las brumosas profundidades aéreas, dirigiéndose al este, hacia olivares arcadios atisbados tan sólo en sueños. Había entrado distraída en el cuarto, apagando las resplandecientes arañas, y ahora se reclinaba en un blando diván junto a una lámpara solitaria que derramaba sobre la mesa de lectura un resplandor verde, tan relajante y delicioso como la luna filtrándose a través del follaje de algún antiguo santuario. Vestida con sencillez, con un traje negro y escotado, parecía a simple vista el típico producto de la civilización moderna; pero esta noche sentía el inconmesurable abismo que separaba su alma del prosaico mundo circundante. ¿Era debido a la extraña casa donde vivía, ese frío hogar donde las relaciones eran siempre tensas y sus habitantes poco más que forasteros? Era por eso o por el mayor, y menos explicable, desplazamiento en Tiempo y Espacio que la había hecho nacer demasiado tarde o demasiado pronto, o demasiado lejos de los lugares de su espíritu para armonizar con los desagradables hechos de la realidad contemporánea? Para disipar este humor que la hundía más a cada instante, cogió una revista de la mesa, buscando una relajante porción de poesía. La poesía siempre había resultado un alivio para su abrumada mente, mejor que cualquier otra cosa, aunque mucha de ella le resultaba indiferente. Había algo aún en los más sublimes versos, porciones sobre las que colgaba un helado vapor de estéril fealdad y censura, como el polvo en una ventana a través de la que se asiste a un crepúsculo esplendoroso.
Pasando apática las páginas de la revista, como en busca de un esquivo tesoro, fue a topar súbitamente con algo que disipó su languidez. Alguien que hubiera leído sus pensamientos hubiera podido contar que había descubierto alguna imagen o sueño que la acercaba más a su inalcanzable meta de lo que pudiera hacerlo cualquier imagen o sueño habido con anterioridad. Era tan sólo un verso en rima libre, ese lastimero compromiso poético que trasciende la prosa frácasando al pie de la divina melodía de los números; pero, a pesar de todo, contenía la innata musicalidad de un bardo que vive y siente, y que acaricia extasiado la belleza por desvelar. Desprovista de regularidad, poseía no obstante la salvaje armonía de las palabras aladas y espontáneas; una armonía perdida en el verso formal y convencional que ella había conocido. Al leer, fue perdiendo el sentido de cuanto la rodeaba, y pronto se encontró a solas entre las brumas de sus sueños; las brumas púrpuras y estrelladas que están más allá del tiempo, por donde sólo los soñadores y los dioses discurren.

«Luna sobre Japón,
¡Blanca luna de mariposas!
Donde los sueñan los Budas bajo techo
Al son de la llamada del cuco...
Las blancas alas de mariposas lunares,
Aleteando en las calles de la ciudad,
Apagan el resplandor de las linternas en manos de las chicas.

Luna sobre los trópicos,
Como un capullo blanco
Abriendo lentamente sus pétalos a la calidez de los cielos...
El aire rebosa de aromas
Y lánguidos sones calurosos...
Una flauta zumba su música de insecto en la noche
Bajo el recurvado pétalo lunar de los cielos.

Luna sobre China,
Luna cansina en el río de los cielos,
Conmoción de luz entre los sauces que es como el fulgor
de un millar de pececitos plateados
a través de oscuros bajíos;
Las tejas de tumbas y templos en ruinas centellean como oleajes,
El cielo está sembrado de nubes semejantes a escamas de dragón.

Entre las brumas del sueño, la lectora gritó a las rítmicas estrellas su alegría por el advenimiento de una nueva era de canciones, el renacer de Pan. Entrecerrando los ojos, repetía palabras cuya melodía reposaba como cristales sobre un cauce antes de amanecer; ocultos antes de relucir resplandecientes al nacer el día.

«Luna sobre Japón,
¡Blanca luna de mariposas!
Luna sobre los trópicos,
Como un capullo blanco
Abriendo lentamente sus pétalos a la calidez de los cielos.
El aire rebosa de aromas
Y lánguidos sones calurosos... lánguidos, calurosos sones.

Luna sobre China,
Luna cansina en el río de los cielos... ¡luna cansina!

* * *

De entre las brumas surgió divinamente resplandeciente un joven de yelmo y sandalias aladas que portaba un caduceo, agraciado con una belleza ultraterrena. Agitó tres veces, ante el rostro de la durmiente, la vara que le entregara Apolo a cambio de la concha con los nueve acordes de la melodía y le ciñó en la frente una corona de mirto y rosas. Entonces, arrobado, dijo Hermes:
-Oh tú, ninfa más adorable que las rubias hermanas de Ciane o que los celestes atlantes, bienamados de Afrodita y benditos por Palas; en efecto, has encontrado el secreto de los dioses, que gozan de la belleza y el canto. Oh profetisa, más amable que la Sibila de Cumas cuando Apolo la vio por vez primera; has hablado verdad acerca de la nueva era, ya que en estos mismos momentos en el Menalo, Pan suspira removiéndose en su sueño, ávido de despertar y ver a su alrededor a los pequeños faunos tocados con rosas y a los antiguos sátiros.
En tu anhelo, has adivinado lo que ningún otro mortal, excepto unos pocos a los que el mundo rechaza, recuerda: que los dioses nunca murieron, sino que se echaron a dormir, soñando el sueño divino en los jardines de lotos de las Hespérides, más allá del poniente. Y ahora se acerca el momento del despertar, cuando desaparezcan la frialdad y la fealdad, y Zeus vuelva a sentarse en el Olimpo.
Ya el mar en torno a Pafos se alborota con tal espuma como sólo cielos más antiguos han visto antes, y por la noche, en Helicón, los pastores escuchan extraños susurros y notas a medias recordadas. Bosques y campos se estremecen al crepúsculo entre el vaivén de saltarinas formas blancas y el océano inmemorial deja entrever curiosas imágenes bajo lunas angostas. Los dioses son pacientes y es mucho lo que han dormido, pero ni los hombres ni los gigantes pueden desafiarlos. Los Titanes se debaten en el Tártaro y, bajo el ardiente Etna, gimen los hijos de Urano y Gea. Alborea el día en que el hombre haya de responder por siglos de abandono, pero, en su sueño, los dioses se han apiadado y no lo sumirán en el abismo destinado a los apóstatas. En vez de eso, su venganza recaerá sobre la oscuridad, falsedad y fealdad que han nublado la mente del hombre; y, bajo el influjo del barbado Saturno, los mortales, rindiéndole una vez más sacrificio, vivirán entre belleza y placer. Esta noche has ganado el favor de los dioses y contemplarás en el Parnaso esos sueños que los dioses han enviado a los hombres a través de las eras para mostrarles que no estaban muertos. Los sueños de los dioses están destinados a los poetas y en cada era hay alguien que ha cantado sin saberlo el mensaje y la promesa de los jardines de lotos, situados más allá del poniente.
Entonces, entre sus brazos, Hermes subió a la durmiente doncella a los cielos. Brisas amables soplando desde la torre de Eolo los transportaron a través de mares cálidos y aromáticos, hasta que súbitamente llegaron hasta .donde Zeus sentaba corte, en el Parnaso de doble cumbre; su trono de oro estaba flanqueado por Apolo y las Musas, a mano derecha, y Dionisos, tocado con hojas de parra, y las ruborosas bacantes a la izquierda. Nunca viera Marcia tanto esplendor, ni aun en sueños; pero su brillo no la laceraba, tal como hubiera ocurrido en el encumbrado Olimpo, ya que, en esta corte menor, el Padre de los Dioses había templado sus glorias para que pudieran ser vistas por mortales. Ante la boca cubierta con laureles de la cueva Coricia, se sentaban en fila seis nobles figuras, con aspecto mortal, pero con porte de dioses. La soñadora los reconoció por las imágenes que había contemplado y supo que no eran sino el divino Menónides; el avérnico Dante; el más que mortal Shakespeare; Milton, el explorador del caos; el cósmico Goethe y Keats, bienamado de las musas. Tales eran aquellos mensajeros a quienes los dioses enviaran para decir a los hombres que Pan no había perecido, sino que tan sólo dormía. Luego habló el Tonante:
-Oh, hija, ya que siendo de mi estirpe inmortal eres en efecto mi hija, contempla sentados en esos marfileños tronos de honor a los augustos mensajeros de los dioses, que en las palabras y las escrituras humanas dieran vislumbres de divina belleza. Otros bardos han sido justamente coronados por los hombres con laureles impereceros, pero éstos han sido coronados por Apolo, y yo los he sentado aparte, como mortales que han hablado el lenguaje de los dioses. Durante largo tiempo hemos soñado en jardines de lotos, más allá del poniente, y hablado tan sólo mediante sueños; pero llega el tiempo en que nuestras voces ya no callarán.
Es tiempo de despertares y cambios. De nuevo Faetón guía su carro hacia lo bajo, agostando los campos y secando los cauces. En la Galia, ninfas solitarias de cabellos desordenados sollozan junto a fuentes que ya no_fluyen y se lamentan por ríos enrojecidos con sangre de mortales. Ares y sus secuaces siembran la locura de los dioses y, habiendo regresado, Fobos y Deimos se refocilan en antinaturales placeres. Tellus gime dolorida, y el semblante de los hombres es como el de las Erinias cuando Astrea huyó a los cielos y las olas, a nuestra orden, sumergieron toda la tierra excepto esta alta cima. En medio de ese caos, presto a anunciarse aunque aún desconocido, se afana nuestro último mensajero, en cuyos sueños residen todas las imágenes soñadas antes por todos los demás. Es a él a quien hemos elegido para mezclar en glorioso conjunto toda la belleza conocida alguna vez por el mundo, y para escribir palabras que resuenen con los ecos de la belleza y la amabilidad del pasado. El será quien anuncie nuestro regreso, cantando sobre días por venir en que los faunos y dríadas moren armoniosamente en sus familiares arboledas. Nuestra elección ha contado con el consejo de aquellos que se sientan ante la cueva Coricia en tronos de marfil, y en cuyas canciones escucharás las notas sublimes por las que, en años venideros, reconocerás al mayor de los mensajeros nada más llegar. Presta atención a sus voces mientras, uno por uno, canten. Cada una de esas notas volverás a escucharla en boca del poeta del porvenir; el poeta que llevará paz y placer a tu alma, aunque su búsqueda te acarreará años de aridez. Oye con atención, ya que cada acorde que resuene volverá a ti una vez hayas regresado a la tierra, tal como Alfeo, sumergiendo sus aguas en el corazón de la Hélade, reaparece como el cristalino Aretusa en la remota Sicilia.
Entonces se incorporó Homero, el más viejo de los bardos, y, tomando su lira, entonó un himno en honor a Afrodita. Ni palabra sabía Marcia de griego, pero el mensaje no se perdió en sus oídos, ya que en aquel enigmático ritmo estaba eso que habla a dioses y mortales, no necesitando de interpretación.
Eso mismo sucedió con los cantos de Dante y Goethe, cuyas desconocidas palabras llenaron el éter con melodías fáciles de comprender y amar. Pero al fin resonaron acentos familiares para la oyente. Era el Cisne de Avon, divino anteriormente para los hombres y ahora dios entre dioses.

«Cuenta, cuenta que del sangriento devenir de la guerra,
Mi más querido maestro, tu amado hijo, pueda regresar;
Dale desde casa tu bendición mientras que yo, desde lejos,
Su nombre reverencio con celoso fervor.»

Acentos aún más familiares le llegaron de Milton, que ya no estaba ciego, declamando con inmortal armonía:

«O que tu lámpara al caer la medianoche
Sea vista en alguna torre alta y solitaria
Donde yo podré contemplar a la Osa
Con Hermes el Tres Veces Grande, o permite
Al espíritu de Platón revelar
Qué mundos o qué inmensas regiones alberga
La inmortal mente que ha abandonado
Su mansión en este rincón carnal.

* * *

Que un día la prodigiosa Tragedia
Pase bajo palio
Mostrándonos Tebas, o la estirpe de Pelops,
o la historia de la divina Troya.»

Por fin sonó la joven voz de Keats, el más próximo de todos los mensajeros al hermoso pueblo de los faunos:

«Dulces son las melodías que oímos, pero aquellas no oídas Aún son más; así que, flautas amables, tocad...

* * *

Cuando esta generación se consuma envejecida
Aún seguirás sumido en otro pesar
Distinto del nuestro, amigo del hombre, que nos dijiste:
Belleza es verdad... verdad belleza”:.. eso es cuanto
Sabes en la tierra, y es cuanto necesitas saber.»

Al callar el cantor, llegó un sonido en el viento que soplaba desde el lejano Egipto, donde durante la noche Aurora se lamenta junto al Nilo por su asesinado hijo Memnón. A la vera del tonante voló la diosa de dedos sonrosados y, de hinojos, gritaba:
-Señor, es hora de abrir las puertas del Este.
Y Febo, tendiendo su lira a Calíope, su Musa bienamada, se dispuso a partir hacia el palacio del Sur, enjoyado y sobre columnas, donde se agitan fogosos los corceles ya uncidos al dorado carro del día. Entonces Zeus descendió de su tallado trono y, poniendo su mano sobre la cabeza de Marcia, le dijo:
-Hija, llega el alba, y será mejor que vuelvas a tu hogar antes de que despierten los mortales. No te aflijas ante la dureza de tu vida, ya que la sombra de falsas doctrinas no tardará en esfumarse y los dioses andarán una vez más entre los hombres. Busca sin pausa a nuestro mensajero, ya que a su lado encontrarás paz y descanso. Con su palabra te guiará a la felicidad, y mediante sus sueños de belleza tu espíritu colmará sus anhelos.
Y, al callar Zeus, el joven Hermes alzó con suavidad a la doncella y la llevó a las estrellas que se desvanecían; arriba y hacia el oeste sobre mares invisibles.

* * *

Han pasado muchos años desde que Marcia soñara con los dioses y su cónclave en el Parnaso. Esta noche está sentada en la misma espaciosa sala de estar, pero no se encuentra sola. Se ha esfumado el viejo desasosiego, ya que a su lado está alguien cuyo nombre reluce en la celebridad; el joven poeta de poetas a cuyos pies se postra el mundo entero. Está leyendo palabras de un manuscrito, palabras que nadie antes ha escuchado, pero que, oídas, llevan a los hombres sueños y fantasías perdidas muchos siglos antes, cuando Pan sesteaba en Arcadia y los dioses mayores se retiraban a dormir en jardines de lotos, más allá de las Hespérides. En las sutiles cadencias y ocultas melodías del bardo el espíritu de la doncella ha encontrado al fin el reposo, ya que reverbera con las más divinas notas del tracio Orfeo, notas que conmovían hasta a las rocas y los árboles del río Hebros. El cantor se detuvo y esperó ansioso un veredicto; pero ¿qué puede decir Marcia sino que esos sones son «propios de dioses»?
Y al decirlo, vuelve a ella la visión del Parnaso y aquel lejano sonido de una voz poderosa que dice: «Con su palabra te guiará a la felicidad y mediante sus sueños de belleza tu espíritu colmará sus anhelos.»